George Mario Angel Quintero: Arimatea

(Foto: Anto Magzan)

 

 

Je je je ja ja. Perdónenme muchachos, ja ja ja, que me ría, ja ja ja mosquita muerta je je pero ¿qué son esas caras? Je je je. Claro, yo entiendo, después de tener que tumbar la puerta, encuentran a una viejita en su cama…tan inquisitivos, llegar hasta la habitación… y ver mis piernas descubiertas, ja ja ja esa piel color camarón cocido, cubierta en sangre je je ja ja ja que solo después se dan cuenta que no es de ella, y je je lo peor de todo, la encuentran profunda, roncando a pierna suelta. ¡Sigan, sigan, ya que llegaron hasta acá! ¡Ay, qué pena que me hayan encontrado así! Yo respeto mucho a la policía y a los bomberos. ¿Quieren un cafecito, o algo de comer? ¡Ay, no tener nada para ofrecerles! No siempre fui señora. Je je je. Ese taburete siempre se cae. ¡Ay! ¿Cómo debo tener el pelo? ¿Algún grandote de ustedes me alcanza esa bolsita de azúcar allá arriba? Yo casi no la uso ya. ¡Pues, claro que me he tomado mis traguitos! ¡Después de semejante experiencia! En el barrio, me dicen Nuestra Señora de las Carnes Frías. Tengo un puesto donde vendo embutidos y lácteos bajo la luz fluorescente. También me llaman María Mortadela. El humor sutil del barrio.

Me tienen que disculpar, muchachos, que me dé risa que me encuentren así, que no me importe como me ven. Pero es que hay momentos, hay experiencias que le cambian a uno la sustancia que tiene por dentro, le procesan el ser, y ya me siento diferente, mi materia ya está llena de espacios, soy un marmolado en que algo de afuera se ha combinado con mis adentros. Muchachos, llegar a mi edad y no saber que una experiencia le puede hacer algo así a uno.

Ahora, ustedes me preguntan, ¿por qué yo? Una flor, ya en estado deplorable, como yo en este momento, ¿qué tengo que ver con todo esto? Sana, como un vasito de leche, ¿cómo terminé envuelta en esta historia? Pues muchachos, les voy a decir la santa verdad: uno solo tiene que estar. Este es un barrio humilde, y aquí vivimos junticos. Todo lo que le pasa a uno, luego le cae al otro. Mi vida es sencilla y quizás demasiado silenciosa. Yo he sido, soy, y seré nadie. Pero sí, salgo de la casa seis días a la semana y camino las cinco cuadras, para abrir la tienda, de dos a seis. Y una vez que uno está en la calle, cualquier cosa puede pasar.

Procesando, procesando. Sigo procesando lo que pasó. De tanto trabajar con carnes frías, me he convertido en carne fría. A mí también me fueron procesando a través de los años. Cada día me vacía de lo que he sido y me vuelve a rellenar. Surge la pregunta: ¿qué tipo de embutido soy ahora? Hoy, dado mi tinte rojizo, no hay duda que soy un embutido de pimentón y no de pimienta. Y ¿cómo es el proceso? Primero se me extrae toda la grasa que me cubre, en una especie de liposucción de toda mi esperanza, dejándome expuesta y vulnerable. Luego vierten todo lo demás, la esencia de lo que he conocido como mi ser, ahí patas arriba en una aguamasa de órganos atravesados por codos, rodillas y talones. Esto se mezcla con la grasa para extender y luego condensar cartografías de agujeros ligados por nudo, niervo y cartílago para darle consistencia a esta materia renovada. Una vez mezclados los elementos, hay que condimentar esta sustancia con toda la experiencia que aguante, sea de heridas, caricias, o falta. Esto se deja fermentar un tiempo indefinido en el frio más absoluto que existe, muchachos, el frio de la indiferencia divina. Cuando la mezcla pasa al sabor de un nuevo día con su propio equilibrio de aromas y texturas, es hora de embutirme de nuevo en la tripa que es mi piel vieja y colgante, para así sellarme con el golpe de un nuevo sol, bajo el cual, jorobada y cansada, me enfrentaré con un grupo de ratos juntos, como gente desconocida, que se ha aglomerado para ver y comentar algún suceso en la calle.

¡Ay, muchachos! Ya sí creo que han llegado los delirios. Parezco un payaso grotesco, con mi vestido sencillo pero femenino de señora vuelto un pegote, y mis zapatos de tacón-práctico salpicados con manchas oscuras. Y ¿Por qué? Porque yo lo mecía en mis brazos como pude haber mecido a cualquiera de ustedes. Perdonen que las lágrimas me arrebaten a ratos, eso y la risa que no sé de dónde viene.

Yo ¿cómo paso mis días? Cuando no estoy en la tienda, y para decir la verdad, eso de trabajar en la tienda no es nada, cuando no estoy allá, camino de allá para acá, estrego el patio, que parece estar siempre sucio, y les quito las hojas muertas a los arbustos, que también los veo viejos y acabados.

Pero bueno. Si viene el delirio, que se liberen los colores y que corran regándose por toda la extensión del lienzo frente a mis ojos. Paso por un umbral oscuro y de repente estoy en un lugar nocturno que medio recuerdo se llama Bar Lisboa, o algo parecido. El Lisboa extiende sus tentáculos de bulla y sombra, y con los ojos medio abiertos, me dejo llevar. No sé si pertenezco a este ambiente, pero nadie advierte mi presencia. Encuentro una silla en una mesa vacía y me acomodo. Me traen un vermut. Escucho

como sube el volumen de las voces de los muchachos en la barra. Se desata un nudo de jóvenes y ahí, en su centro, lo veo.

Resalta al ojo. Está vestido todo de blanco, tanto que inicialmente pienso que es un cirujano o un enfermero recién salido del quirófano. Pero no, este no es un blanco de higiene, sino un resplandor de elegancia y pompa. Este es el uniforme de desfile de un marinero de la naval. Parado ahí entre los marrones, los azules oscuros, y los verde oliva, el joven parece un relámpago.

Como tanto en mi vida, fue un momento, una quimera, una visión. Sí, yo lo vi y me deslumbró. Pero nada ocurrió, no llegó a nada, quedó como el recuerdo de un instante, de una posibilidad que no aproveché. Así que, muchachos, se pueden imaginar mi sorpresa, tantos años después, cuando hoy ¡lo volviera a ver!

Eran como la una y media, y yo iba por la calle camino a la tienda. En la acera del frente vi un grupo de jóvenes y estaban gritando. De repente, uno de ellos, el que parecía menor, se separa del grupo, pero inmediatamente el grupo lo encierra de nuevo. Veo una varilla subir y bajar. Luego parece que lo están abrazando, hasta que veo los puñales. Los otros le abren campo y él cae al cemento. Todo esto se demoró una eternidad. Alcancé a preguntarme porqué me había quedado ahí mirando. Sentí que por el momento la amenaza no había cruzado la calle. Pensándolo ya, en esos pocos momentos, lograron golpearlo varias veces en la cabeza y apuñalarlo más de diez veces. ¿Se pueden imaginar esa escena muchachos? Y luego lo subieron.

¿Cómo borrar a algo que no existe? Hace muchos años perdí la necesidad de ser alguien, y la verdad es que por falta de uso ya nadie se acuerda de mi nombre. ¿Será por eso, muchachos, que pude estar ahí y ni uno de esos jóvenes advirtió mi presencia?

Perdidas las fronteras, revueltas las identidades, y sin límite ni membrana, hoy de manera obvia y sencilla, el embutido se ha vuelto la opción más conveniente y contemporánea. El espacio entre seres, entre seres y experiencias, y entre experiencias y otras experiencias se ocupe con un tejido en forma de tubo, un intestino donde entra el material, se mezcla, y se condensa. Lo empacado y colgante que resulta servirá como una especie de historia. Así nuestros trayectos por el tiempo terminan siendo un masato de carne y memoria.

Luego, para que quedara como un ejemplo, tiraron un laso por encima de uno de los postes de luz. Lo amarraron de cada muñeca. Lo subieron hasta los cables, y lo dejaron ahí arriba, donde todos los alambres se encuentran. Para que todo el barrio lo viera. Lo dejaron ahí colgado sangrando.

Me acerqué. Muchachos, no sé por qué, pero tenía que estar más cerca de él. Tenía que acompañarlo. Ellos lo habían dejado, se habían ido. Yo ya estaba debajo, mirando hacia arriba a un hombre, aún un muchacho, ahí, encima de la calle y de nosotros, atado a esa otra altura, incrustado en la luz. Sentí las primeras gotas y pensé que llovía o que yo había empezado a llorar. Pero eran gotas de su sangre. Sin apartar la mirada, primero me arrodillé. Luego me quedé ahí sentada, debajo de él y al lado del asfalto.

Lo juro muchachos, en ese instante, como el mar con la marea detrás, fue llegando aquel marinero, ese que yo había visto alguna vez hace tanto años en el Bar Lisboa. Lucía igual, la misma vestimenta y el mismo rostro, no había envejecido un día siquiera. No me tienen que decir, muchachos, que estaba alucinando en ese momento. Pero toda esa escena parecía una alucinación. Mi marinero llegó como de la nada, y sin mirar hacia el joven colgado ni hacia mí, empezó a subir el poste como si fuera un gato. Les estoy contando lo que yo vi. Cuando llegó al nido de alambres donde estaba el joven, lentamente y con toda la ternura del mundo lo empezó a extraer. Todavía lo veo ahí. Parecía estar casi bailando con el cuerpo inmovil del joven. Una vez lo había separado del poste, lo echó al hombro, y cuidadosamente empezó su descenso. Todo eso fue muy fuerte para mí. Ya entienden cuando les digo que tengo mis adentros revueltos. Así que no me culpen muchachos si una vez que se lo llevaron me vine directo para la casa, si me tomé unos sorbitos y luego me acosté a dormir. Cuando el marinero bajó a tierra de nuevo, miro en una dirección y luego en la otra. De repente me vio, sentada ahí a sus pies. Seguramente pensó que yo era la madre del joven muerto. Lo bajó del hombro y lo acostó en mi regazo. Este hijo de luz que me trajo un marinero. Acomodé su cabeza sobre mi pecho. Envolví su torso en mis brazos. Dejé que sus piernas colgaran sueltas.

De nuevo, el tiempo se puso lento. Sentí que era mi deber tener el cuerpo de ese joven a salvo en mis brazos ya que le habían escurrido el espíritu. No sé cuánto tiempo pasó así. A veces tuve la sensación que estábamos ascendiendo, que las nubes filtraban la luz del sol en colores diferentes.

Se nos acercó uno de los paramédicos de la ambulancia, y otros, y me dijeron que lo soltara. Lo entregué, claro, uno ya sabe que no se puede quedar con nada. Pero hubo un momento en que pasé mi mano por su pecho y mis dedos se encontraron con una de sus heridas. Era el punto de entrada a su corazón. Al vivir eso, él se había soltado, y seguro andaba libre en alguna parte. Me sentí sola de nuevo.

Pero así es la vida, y así son cada uno de sus instancias sueltas.

Lo único es, y esto me da pena confesarlo a ustedes, muchachos, que me han escuchado con tanta paciencia, y es que no estoy segura si todo lo que les he contado realmente ocurrió. Es que a veces, cuando estoy sola en la casa, en las horas indefinibles de la mañana o la tarde, el mundo se vuelve borroso. En esos momentos, se levanta una brisa fresca, y todos los colores a mi alrededor resaltan. Cuando esto ocurre, tengo la impresión, y sé que nunca me creerán y que es imposible que sea verdad, de desprenderme de las baldosas del piso, y de levitar, no muy alto, y nunca por más de unos segundos, pero sí en el aire, como cuando, de niña, alguien me levantaba más alto de donde alcanzaban mis pies.

 

 

George Mario Angel Quintero. Hijo de padres colombianos, George Mario Angel Quintero nace en 1964 en San Francisco, California. Estudia literatura en la Universidad de California y es becado en creación literaria en la Universidad de Stanford. Como George Angel, publica poemas y prosas en revistas literarias estadounidenses y canadienses; también publica los libros en inglés: Globo (1996), The Fifth Season (1996), On the Voice (2016) y A Sheaf of Feathers (2022). Desde 1995 reside en Medellín, Colombia, donde, como Mario Angel Quintero, publica los libros de poesía Mapa de lo claro (1996), Muestra (1998), Tentenelaire (2006), El desvanecimiento del alma en camino al limbo (2009), Keselazboga (2014), Mapa de las palabras (2014), la materialidad (2020), Cardos (2020), los libros de dramaturgia Cómo morir en un solar ajeno (2009), La sabiduría de los limones (2013), y Calamidad Doméstica (2016), y el libro de cuentos Siete Retablos (2022). Su obra ha sido traducida al macedonio, portugués, sueco, croata, búlgaro, francés, italiano, albanés y árabe. También se publicó, en Italia un libro de sus poemas al italiano, Diventa l’albero (Samuele Editores, 2020), en Croacia un libro de sus poemas al croata, Moje svjetlo i druge pjesme (Druga priča, 2020), y en Líbano un libro de su novela al árabe, Aqrab (Dar Al-Rafidain, 2020).

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