Octavio Vinces: Fumarse la profesión más desagradable






Cuando visitamos por primera vez el apartamento me di cuenta de que lo mejor que tenía era su vista de El Ávila. No me pareció un inmueble muy grande, pero sí bastante cómodo para Fernanda y para mí. En ese entonces alquilábamos un apartamento muy pequeño y con una sola habitación a pocas cuadras, dentro de la misma urbanización Los Palos Grandes.

Estábamos incómodos, la ropa se salía de los closets, los libros se apilaban por toda la sala de estar. Ahora, en cambio, cuento con esta habitación que me sirve exclusivamente de biblioteca. En una de las repisas observo la novísima edición de A la busca del tiempo perdido, publicada por Valdemar. La compré el fin de semana pasado en la librería del Centro Plaza. «Una traducción al español mucho más uniforme que la que, en principio, hizo Pedro Salinas», fue lo que alegó ese librero bigotudo, que a mí me parece un latifundista erudito. Viene a mi mente el recuerdo de mi tío Jorge, el general de la familia. Tal vez esa inexpresividad tan suya, que se presentaba de forma paralela a los hondos significados que solía expresar, haría juego con más de un personaje proustiano.

Me interesan este tipo de asociaciones, en verdad ocasionales y del todo injustificadas: la del tío Jorge, el librero bigotudo y algún personaje proustiano (digamos, la joven amiga del tío Adolfo, la del traje de seda rosa y el collar de perlas al cuello) podría ser una de las que se me ocurren hoy; como otro día pudo ser la de Fernanda, el portugués del abasto de la Cuarta Transversal y el personaje de Cary Grant en North by Nortwest. Existen, sin duda, motivos que habitan en el sunconsciente y que explican estas asociaciones, pero no me interesa ahondar en el tema. Creo que la literatura debe limitarse a narrar, y no buscar explicaciones para lo que narra.
Hoy, sin embargo, me percato de algo en lo que antes no he reparado: también uno es susceptible de formar parte de asociaciones que se producen en la mente de los otros. Se trata de una afirmación que suena bastante obvia, pero que bien puede ser soslayada por la incomodidad que es susceptible de conllevar. Uno desearía ser visto de otra manera por alguien que, acaso involuntariamente, emite un juicio al expresar una semejanza o establecer una categoría. Hace pocas horas, por ejemplo, tuve una conversación telefónica con Astrid:

—Estuve con mi abogado el día de hoy —su español sigue siendo muy fluido, pese a que, hace varios años ya, se marchó a vivir en un bosque del Canadá donde nadie debe de hablarlo. Mucho más fluido que mi alemán de colegio secundario. Casi siempre usamos el español en nuestras conversaciones. Incluso lo hicimos la primera vez que nos topamos en el lobby de la casa-edificio en que ambos vivíamos, y yo me quedé absorto contemplando su cuerpo germánico en sujetador y tanga. Aunque parezca increíble, casi nunca lo hacemos en inglés—. Son caros ustedes, los abogados.

Soltó una carcajada liquida. Últimamente la risa de Astrid me suena como una crepitación extraña, algo así como el bufido de un alce canadiense.

—Ya no soy abogado —le repliqué una vez más—. He dejado el derecho. Lo mío ahora es la literatura.

—¿La literatura?

—Sí.

—¿Y qué escribes? ¿Novela sobre abogados?

Hubiera preferido escuchar al alce que ríe. Pero no. La pregunta pretendía sonar seria. En ocasiones, Astrid puede ser muy irónica.

—En realidad no. Mi primera novela es sobre la inmigración, las rupturas generacionales, las utopías perdidas… Gané un premio en México con ella.

¿No te lo había contado?

—Lo de México, sí, claro. Pero esa era una competencia de abogados o algo así, ¿no es verdad?

Guardé silencio. Recordé que Astrid era una sádica que solía decir o hacer cosas que me disgustaban, por el mero placer de ver cómo me desbarrancaba. Mis visitas al Canadá para estar con ella han sido, de lejos, las vacaciones más miserables e infelices que he tenido.

—¿No te parece curioso? —me preguntó.

—¿Qué cosa?

—La forma en que los recuerdos van mutando en la mente —Astrid tenía un buen vocabulario, y sabía hacer gala de ello. Yo no sabría cómo decir: «mutando en la mente» en alemán.

—¿Cómo es eso?

—Muy fácil, Marcos. Muy fácil. Yo siempre te imagine como alguien que iba a ser un abogado de éxito, no un escritor de novelas tan horribles como esa de la mujer judía mexicana y el loco que la asesina. Pero, sin embargo, asumo esa realidad y el recuerdo que tenía de ti va mutando. Qué cosa tan atroz.

Aludía al manuscrito de mi última novela que yo le había enviado por correo electrónico, pensando que su opinión podía serme interesante, o que tal vez ella iba a ser capaz de detectar los simbolismos con que había querido encubrir parte de nuestra historia común. Me costaba creer que no se hubiera percatado de que «la mujer judía mexicana» era precisamente ella.

—¿Tan atroz te parece?

—Claro. ¿Te imaginas a Cochrane o a Shapiro redactando novelitas? Además sólo a ti se te ocurre ambientar una novela en Caracas, qué ciudad horrible.

Se suponía que la mención de los abogados de O.J. Simpson era una especie de halago, así como la alusión a Caracas, una forma de desahogarse por su malas experiencias del pasado. Conocía de memoria los códigos de Astrid.

—Fuck you, Astrid —le espeté por fin.

—As you wish, pero creo que siempre serás un abogado. Vamos a ver cuánto te dura la idea de ser escritor. Como todas tus otras ideas fijas. Como la de que Mariana y tú podían ser una pareja estable.

Colgó el teléfono antes de que yo pudiera replicarle nada. Hubiera sido inútil, de cualquier forma.

Miro El Ávila desde la ventana de mi estudio, e intento tomar una bocanada de aire. Tengo ganas de prender un cigarrillo. Astrid odiaba que yo fumara. Mariana fumaba conmigo a veces. Cristina lo acepta. Abro la gaveta del escritorio y encuentro un paquete de Marlboro. Lo abro. Quiero relajarme y olvidarme de la conversación con Astrid. No quiero volver a trabajar de abogado nunca más en mi puta vida, aunque todo el mundo se empeñe en asociarme con tan desagradable profesión.





Octavio Vinces (Lima, 1968) de nacionalidades venezolana y peruana, es autor de la novela Las fugas paralelas (Premio UNAM-Alfaguara, México, 2003) y del poemario La distancia (Tranvías Editores, Lima, 2011). Textos suyos han sido incluidos en diversas compilaciones. Es también colaborador de varios medios.

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