Kozer: De La Habana a Kioto. Las permutaciones de un judío
Por: Virginia Ramírez Abreu
¿QUÉ ES SINO LA SOMBRA, JOSÉ, MÁS QUE EL ELOGIO DEL SILENCIO?
(Para Kozer, general poético, sin poder evitar narrar mi raro caso)
Recibo “DESPRENDIMIENTO”. El poeta lo envía, de su mano, premeditadamente, con alevosía. Creo que presiente mi devaneo con la prisa. El movimiento perpetuo, que me invade desde hace tiempo. Miro el poema, en esa estructura de columna, lo coloreo. Miro y lo amplio, lo cuelgo delante de mí. Leo, leo, leo… contemplo, contemplo…respiro, me relajo, contemplo. Muda, insonora, es sólo el gesto de la mirada rozando el poema. Las formas, leo, las imágenes, contemplo, respiro, veo el punto de Lezama en la pared de su estudio, veo a un bisoño poeta de los habituales, que lo frecuentan sin rozarlo. Veo el punto, círculo pequeño y la explicación de Lezama. Ese punto en Japón circunscribe la esencia con el infinito. Recuerdo y superpongo el punto al poema, el poema es un punto, cabe en él. Me miro y soy pez, es raro. Me voy. Amanezco mujer. Era un sueño. A los pies de la cama, un charquito de agua.
No es la primera vez que visito la poesía de José Kozer, pues tengo la debilidad de amar y atesorar poetas. Y Kozer es un escritor de esos, que una vez que lo lees, no puedes prescindir de revisitarlo hasta la eternidad. Pasa a formar parte de los esenciales, que se distinguen del resto, porque ellos escriben los libros. Los demás, citas a pie de esas páginas.
Sin embargo, creo si es la primera vez que concurren dos acontecimientos en mí: conocer al poeta en toda su integridad desde un poema y leer un poema que se cierra en sí mismo, haciéndome sentir una total ligereza, sin abatimiento, sin agonía, sin interpretaciones. Un poema rotundo, pero pacífico, un vapor de confirmación y certezas.
DESPRENDIMIENTO, poema aún caliente, tiene la cualidad de decir alto y claro lo que quizá otros han envuelto en hojarasca. Un poema hecho para el silencio, que no admite la voz alta, no recurre a la cadencia habitual, no se afana en tropos. Coherente, tanto en el signo como en la urdimbre en que está conformado, crea un significado exclusivo.
Porque en este poema (y creo que en todos los que ha escrito y yo leído) Kozer tiene las palabras en orden, dispuestas y a mano, para colocarlas en el folio en el lugar preciso, estructurando de antemano, la imagen pregnante que te recibe. Kozer es, en este poema, indiscutiblemente, un poeta visual. La palabra es arquetipo de la cosa, abre Borges su poema más “cabal”, El Golem. Kozer convierte esto, inconscientemente, en un credo a medias, (él es también “cabal” pero lúdico, temerario, nada planificado, todo divertimento, prueba y error) pues no sólo la palabra sino la concatenación fluida de su conversación, construyen el imago resultante. Y en este poema, lo logra con una excelencia más allá de cualquier duda.
El poeta presenta de entrada el punto de tu mirada. Un cuadro, llamativo, dentro de la armonía calculada de la cotidianidad. Fondo rosa, figuras de peces, ocho, dispuestos en fila de dos, amarillos con arañazos ocres. Intercala, casi sin desviar la mirada, un espacio que presentimos simple, útil, para seguir hablando más cercanamente de cada pez, ya no como cardumen, sino como individualidades, como diferencias que confluyen, también, en el tiempo de la tela, el desgaste, y en las pequeñas e imperceptibles variaciones que esta erosión de la mirada “perdurante” en el tiempo, hace en la colocación de los peces. Y con tranquilidad, pasa del cuadro al residuo del suelo, comisura del gesto del pintor, quizá en un acto de mostrarnos lo que verdaderamente espera de su obra, y Kozer con esta desviación, susurra la subscripción a la variabilidad del tiempo y la perspectiva de lo infinito en una obra, tal y como su alter ego uno (el cuadro) y el dos (el pintor) postulan en la permanencia y transformación que se describe. La viruta, el polvo que cae de la tela nos conmina a sentarnos en el suelo de madera “carmelita” rojiza (carmelita es color puramente cubano, que Kozer pone en medio de una habitación en algún sitio del Japón tradicional, en un poema cuya atmósfera remite al apagado susurro de un rabino envuelto en la lectura de la Torá o el Talmud, y donde presentimos la sinagoga por su ausencia). Un personaje secundario, sumiso al cuadro, un anciano, transcurre por el poema. El espacio está vivo en el cuadro, el resto adorna el día a día.
Kozer pone un punto de giro y la estructura visual se rompe y reconstruye de nuevo sobre un plano detalle, quizá una elipsis alusiva al estado donde pasamos de la contemplación a la introspección, donde sin darnos cuenta formamos con nuestra mirada parte esencial de los peces, haciendo permutaciones e intentando descifrar el nombre que seríamos. No hablo de mística cabalística, aunque el poema trafique con palabras, sino de un acto fundacional, la trasmutación interior que experimentamos cuando nos sincopamos en el pulso del poema. Y por tanto terminamos poseídos por la realidad interior que nos aporta esa minuciosa descripción del conjunto y el uno, nunca el otro, esa intuición de que la dualidad permanece siempre pero es unidad, donde todos somos pensamientos, emociones, premoniciones, cada cual a su modo, pero todos uno por el destino común. Y sobre esa superficie rosa, el poeta completa el cuadro a través de ocho pares de ojos que ven desde la circunstancia de su posición en el mundo, creando ya una tercera dimensión del cuadro, que en plano detalle, llena nuestra pupila del recuerdo de cada pez, de lo que cada uno vio en la misma corriente. Y esos somos también, nos susurra el poeta escondido. Para romper de golpe la mirada, nos inclina al sopor, la duermevela que hace posible la comprensión. Alude así, al momento donde acaba la contemplación, y comienza la transfiguración del convencimiento. Kozer marca en todo el poema cómo se atraviesan estas etapas simbolizadas en un solo día o presupongo, desde la caída de la tarde, propicia para la sombra perfecta según el concepto japonés de experiencia estética, hasta ese amanecer temprano, con un balance metódico y preciso de luz y sombra.
Una vez aquí, sin mencionar que quien primero amanece es el lector que contempla el cuadro quizá un segundo antes que el anciano, Kozer nos hace caminar por lo cotidiano más prosaico, indefectiblemente construido para sostener el cuadro desde la diaria contemplación, verdadera existencia sublime, fuera de reglas. La importancia del cuadro queda plasmada en ese “despertar” rutinario del anciano, que primero se cerciora de que el cuadro está en su sitio, para someterse después a las reglas incomprensibles de estar vivo, que le permiten sobrevivir a ese espacio donde experimenta lo trascendente cada día de su vida en la custodia contemplativa de su objeto de transformación interior.
La perfección que confiero a este poema de Kozer, quiero aclarar, que no está anclada en la subjetividad de una posible experiencia trascendental en su lectura. Mi forma de referirme a él, de describirlo, es cierto que parte de mí, como ente lector. Pero también como vehículo crítico. Es decir, no pierdo de vista la objetividad que debo afrontar como una responsabilidad intelectual, anclada y reforzada siempre por el estudio, las referencias, los testimonios del autor y la lectura de otras obras suyas. Sólo que considero, que la crítica puede ser ejercida como un acto creativo, una “metaescritura” de lo escrito y no como dictamen final. No me gusta, sencillamente no me parece necesario, justificar cada criterio con citas de autoridades, que no desdeño porque las uso en la creación de mi discurso crítico. Sólo que creo que la verdadera autoridad crítica está y debe estar siempre en regurgitar y aportar, en quizá dejar entrever muchas lecturas, pero desde un proceso integrador como individuo activo y a partir de ejercer la autoridad del criterio propio. Y creo y es mi forma de abordar una obra, que el objetivo es contribuir desde tu propia aproximación, más allá de análisis tropológicos, gramaticales e ismos de pertenencia. Quiero decir y lo digo, que es hora de replantearse el abordaje crítico del arte y la literatura, que lleva apuntalado en el escrito incomprensible, como enaltecedor del ego del estudioso, que agobia de citas y busca la reafirmación en algún gurú literario mediático o raro, y empezar a trabajar en función de acercar al público, docto o profano, al escritor, al artista, de forma que garanticemos al menos la existencia del mismo y la trascendencia de la lectura de su obra, participando, además, del juego de crear a partir de lo creado. Solo así, estaremos cumpliendo la función que nos exige el lector de hoy. Y con José Kozer, generoso en todas sus facetas de escritor y traductor, esto debe ser un credo.
Digo esto, porque me parece un crimen de lesa humanidad, acercarte a la escritura de un poeta como José Kozer, que me trasciende, y que trasciende los estudios de su obra, con el simple acto de su obra, acudiendo a una especie de crítica “forense”, diseccionando un poema, como si estuviera muerto, cuando toda exploración se enriquece tomando el pulso y sintiendo en la lectura, un aliento, una fuerza tranquila y constante que confiere al conjunto estructurado del relato poético, un status de escritura viva, pues Kozer es un poeta sensorial y por ende vital. Respetemos y miremos desde ahí, un poema como este.
Dicho esto, sí me gustaría comentar, que este poema crea una sensación de un plano secuencia, un solo y largo recorrido, sin interrupción, pero con la destreza de manejar la “cámara” usando todo tipo de movimientos: paneos, acercamientos, alejamientos. Y puedo jurar desde la experiencia, que a nivel de cine, es una composición muy compleja. Pero Kozer, usando este paralelismo que me es muy cercano, logra con extraordinaria maestría narrar de un tirón, sin que perdamos ni un detalle, sin cambiar de ambiente, sin que desviemos un segundo la mirada de principio a fin. Cada giro es cortante a la sensación pero no a la vista, cada giro es un acercamiento íntimo, un retroceso de nuestros pasos al contemplar. Narrado en un tiempo lineal en cuanto avance del poema, el fragmento de día casi lo sentimos en tiempo real. Ese tiempo que en estado de trance estético, nuestra mente elevada piensa breve a posteriori, al “despertar”, fracciones de segundos, decimos, pero que realmente comporta un tiempo mucho más grande para nuestra estancia en el sitio que nos transforma.
Cuando leo este poema una vez más, me viene a la mente una corriente de agua. Una corriente que mana de forma tranquila, pero constante. Una corriente que en sus giros y en su avance, vuelve al manto acuífero de la tierra, y sigue manando igual, con nuevos recuerdos, pero imperceptible en igualdad y diferencia, al ojo que va en su busca. Aquí hay cierta incompatibilidad con Heráclito, (obvio), pues esa agua recorre un camino circular, y al traer huellas nuevas en cada recorrido, no es la misma pero si lo es, si basamos este pensamiento enla diferencia de lo igual, que Kozer expresa de forma impecable, como buen estudioso y practicante de la filosofía japonesa. Para Heráclito todo cambia, uno de los imperativos más angustiantes de la sociedad occidental; para Kozer, todo es esencia inmutable y simple, algo que comprendió de la filosofía nipona hace ya mucho tiempo y que garantiza el estado de quietud y sabiduría en que se ha instalado su poesía desde entonces.
DESPRENDIMIENTO
En su cuarto de trabajo que le sirve de dormitorio
las paredes recién
blanquedas, capa
doble de lechada,
están en blanco
salvo una tela fondo
rosado oscuro donde
sobrenadan dos filas
simétricas de peces
amarillos estriados
de beige, todos
semejantes: la tela
a la altura de la
mirada, los peces
no son del todo
idénticos si nos
fijamos en la forma
de la boca, el color
de las escamas, en
unos se ve una ligera
deformación de la cola,
en otros de las aletas
dorsales, y luego está
la expectativa, doble,
que con los años y
el natural desgaste
de todo, los peces
se descoloran cada
uno a su hora, la tela
se desmorona, las
hilachas y la borra
que aparecen a
diario en el suelo,
aquel suelo de
tablas pintadas
de un carmelita
rojizo le exijan al
anciano recogedor
y escoba en mano
a ponerse a limpiar,
aprovechar para
sacudir el polvo
por los rincones de
la casa: la desemejanza
entre los ocho peces
imposible de identificar,
pueden ser pargos,
eperlanos, rémoras,
jóvenes esturiones,
la merluza del Mar
del Norte, incluso
pirañas (quién lo
diría) tiene que ver
con la destemplanza
que los ocho peces
en dos filas
superpuestas,
simétricas, representan
de tal manera que en
uno aparece el rictus
de la muerte en los
labios, sabe que será
sacado del agua y de
ahí al caldero en pocos
días (lo de saber es un
decir, mejor intuye y ni
eso, sin embargo da
en el clavo): en otro
se verá la contracción
del cuerpo volviéndose
pescado, se sabe por
igual atrapado en una
malla que lo separa del
cardumen, le quita la
respiración: semejantes
todos por ende a la
desemejanza y particular
comportamiento de cada
entidad, no es la muerte,
no son sus preparativos
iguales para todos los
seres, peces, rostros
carnívoros, una mata.
Sus sueños, intemporales, que nada predican son
de una simplicidad ulterior:
desde hace más de un año
sueña con superficies lisas,
paredes vacías enjalbegadas,
en todas luce un sólo objeto
descentrado, parece salir
del submundo ultramarino,
descentrarse en la pared
hacia la única ventana
del cuarto, de espaldas
a la luz, necesitado de
adentrarse de la blancura
a la luz para alcanzar el
punto interior (ulterior)
que el sueño considera
verdadero, de oscuridad:
y por lo general vedado.
Redes, hipocampos,
algas que semejan la
verdolaga o la flor del
trébol corriente, pulgones
que se entretejen en las
algas, sargazos, cintas,
lechugas de mar
pudriéndose en la
orilla de una misma
playa que nunca
cambia de configuración
ni contenido: despierta,
se cerciora que la tela
sigue en su lugar, los
rayos primeros del alba
la rozan de izquierda a
derecha en expansión,
tibia todavía, y que hay
ocho peces, que el
cardumen está completo,
dos hileras de a cuatro,
que bajo ningún concepto
la tela les ha impuesto
una fila de a cinco y
otra de a tres: con la
mañana reaparece la
casa, el cuarto de
trabajo iluminado
por mallas de luz,
sombras en el suelo
de tablas, paredes
vacías salvo la tela
de peces, son ocho y
no doce, qué peces
serán: imposible
aducir valor simbólico
a la presa, su número,
el anciano se levanta
bastón en mano, llega
al baño, se refresca
el cuello, la cara, orejas,
reconoce la simplicidad
del amanecer, la
semejanza del sueño
del que despierta con
el desayuno, la regla
de consumir a diario
lo mismo, lo indefectible
como hecho impalpable,
y siempre la falta de su
envejecido cuerpo, cada
vez más dado a la molicie,
su volumen punto y cero
en la extensión inabarcable
del sueño.
DESPRENDIMIENTO, de José Kozer, es sin lugar a dudas más que un poema. Es una declaración de intenciones, de alguien que vuelve, aunque nunca se va, alguien que cree en el valor transformador del silencio y el recogimiento como forma de enfrentar los golpes del caos que nos erosiona hoy, alguien que ofrece la excelencia para el mundo con la fiel creencia que la merece y la necesita. Lo hace desde su principal cualidad humana y poética, la humildad de dar, de servir ofreciéndonos el poema como una mano mentora para que trascendamos con él.
Este poema, perfecto, exacto, hermoso es una suerte de preparación, un salmo judío, la palabra que nos permitirá encontrar el nombre si entendemos la palabra como repetición, causa, efecto en sí misma. Es la previa relajación meditativa que nos llevará al Satori anhelado si entendemos la palabra como equilibrio y no mente, simbolizados en la sombra y el silencio, dos espacios de belleza y sublimación en el lejano Japón. Y es de forma muy encubierta, el recuerdo de un mar salado, cálido y rosa, que alberga el misterio de una isla, que solo se reconstruye desde nuestros fragmentos.
Virginia Ramírez Abreu
Vigo ocho de febrero de 2020.
Virginia Ramírez Abreu. (La Habana, 1971) Dra. /DPh. por la Universidad de Santiago de Compostela, España. Profesora Ayudante Doctor. Investigadora. Especialista en Arte Contemporáneo Latinoamericano y Género. Directora/Fundadora y Profesora Titular de Antropología de la Cultura e Historia del Arte de la Escuela Superior de Artes Cinematográficas de Galicia. Guionista y Directora audiovisual. Miembro de la Academia Gallega de Cine. Actualmente, CEO fundadora, mentora y coach de VIRARTE ALFAS NET, empresa multidisciplinar, donde se dedica a formar a talentos en áreas de creación de empresa y emprendimiento. Reside desde 1994 en Vigo, España.