Emilia Conejo: un fardo raído del que chorrea luz

 

Somos

Somos la voz cogiendo aire.
Somos el coro de mujeres de pueblo que escriben desde sus nalgas, desde las carnes de los senos, desde una plaza de armas con un tierno cadáver en medio.
Somos eso y un niño en un triciclo que gorjea bullicios.
Un buenos días que se echa a volar bajo las axilas.
Somos la explosión solitaria de madres de otro siglo.
Somos la generación que huele a sal.
Somos el anatema, los exlibris en la frente, la conversación en manojos.
El silbido tierno sin pedigrí.
Somos persianas que se desperezan tras las pesadillas.
El órdago a las parejas ancianas que desaparecen cada verano.
Somos llamada sin sonido.
Somos el puesto de fruta marchita junto a los melocotones que contienen nuestra alma.
Somos la banda sonora original de la sed.
Somos pueblo, muchedumbre, capital de selva.
Miel endurecida que conserva su dulzura.
Somos la mujer que arroja alterada un despacio a su hijo.
El freno ante huracanes y la pasión de futuros.
Somos los padres a los que, de hijos, ocultamos nuestro primer amor.
La euforia de la desdicha y la lujuria desamparada en el cuerpo.
Somos la plegaria atendida bajo un reloj digital.
El rap de la liturgia en la misa.
Los niños de manos en la espalda.
Somos realismo mágico sin desbastar.
Somos el estruendo de tus versos en un sótano sin compuerta.
Somos la pérdida, el saco pleno y el dolor de los impares.
Una tonadilla con vibrato de mujer en bata.
Vendavales desteñidos por el sol de agosto.
Somos las hijas de la Julia y de la Rosa que limpian por temporadas en una central nuclear.
Somos el hombre del bastón sentado en sus lustros mientras pasea por Urano.
Somos la vecina que critica por costumbre, la habladuría y su verdad.
Somos la cama deshecha en el nido de golondrinas.

 

[Del poemario MINUSCULARIDADES (Godall, 2015)]

 

 

***

Alguien plantó el reloj de una iglesia en el corazón de un comedor social.

Y hay una tierra baldía entre la fronda, o un corazón de fronda injertado en Yerma.

El vino del que beben los hombres enhebra los bancos de atunes que les atraviesan la garganta. Y cada grito es el saludo apenas perceptible del portero amable de un bloque de pisos, del conserje cojo de un colegio, del capitán de un atunero varado en un manantial.

Hay una tierra en barbecho justo al lado de la locura. Conserva las marcas del paso de los peces.

El reloj plantado en el corazón de los comedores sociales es hijo único de los suburbios. Contempla el paso de los hombres como el tonto de la colina de los Beatles, que era a la inteligencia lo que una charca de renacuajos es a la ilusión. Alguien ha puesto hoy un disco de Brahms en el reloj de la iglesia. Plantado sin previo aviso en el corazón de los comedores sociales.

 

 

***

En algún lugar en las montañas hay madres alimentando a sus hijos.

Se abren paso cada mañana entre las palomas que anidan en los colchones, y se echan un fardo a la espalda, un fardo raído del que chorrea luz.

A veces gritan en la plaza sin salida donde termina la paciencia.

A veces abren grietas con las uñas en algún espejo y recogen en un cáliz el fluido amargo con el que untan la frente de sus hijos.

A veces, sin embargo, abren una espita de la que escapa el jazmín.

En las tardes temen a la sinfonía del hambre con la que los hombres entonan sus rezos en las colas del paro, y las desilusiones de otros tintinean aún en sus oídos.

La vida las atraviesa cada noche, tras los gritos y los arrullos, y les deja un túnel por el que pasan, sin luces, vehículos pesados.

 

 

***

Hay multitudes que leen a Juan Gelman,

multitudes que piensan en paz,

piedad,

perdón,

multitudes que no hablan.

Todas en los balcones.

Los balcones llenos de multitudes,

incluso los balcones vacíos,

vacíos de esas multitudes que no están.

Tal vez, que ya no están.

Hay multitudes en cada cuarto,

en cada hospital,

en cada calle desierta.

En cada silencio hay multitudes.

Y hay multitudes con forma de mirlo

que canta en los patios traseros,

multitudes que nadan en las copas de vino

de las mujeres que beben solas por las noches,

multitudes que burbujean y aplauden

con cada salida de sol.

Hay multitudes que conjuran el miedo

jugando a ser mar.

Las multitudes de Gelman

despiertan cada madrugada

aferradas a sus bosques.

Hay multitudes con una secuoya que les nace en los pies;

otras con el rostro cubierto de tundra

o algún junco incipiente en el ombligo.

A otras se les abre el desierto de Orán

(si es que en Orán hay desierto)

entre la nuez y el final de la infancia.

Todas las muchedumbres se afanan en el estado de alarma.

Pero no hay caso:

de todas nacen flores

que salen a la calle.

Florecitas diminutas de un color malva pálido

que las multitudes plantan en los balcones,

para que también ellas puedan,

cada noche,

escuchar los aplausos.

 

(Poemas inéditos de un libro en preparación y seleccionados por la autora)

 

Emilia Conejo (Madrid, 1975) es licenciada en filología inglesa por la Universidad Complutense de Madrid y máster en literatura española e hispanoamericana por la Universidad de Barcelona. Ha vivido en Irlanda y en Alemania, y en la actualidad vive en Madrid. Colabora con varias revistas de crítica literaria y cultural y sus poemas han aparecido en las antologías En legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis (Bartleby, 2014) y Voces del extremo (Amargord, 2014). Hasta la fecha ha publicado dos poemarios: Minuscularidades (Godall, 2015) y De acá (Godall, 2019). 

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