Federico Gallego Ripoll: El Yo y la Nada
EL YO Y LA NADA
(Algunas reflexiones sobre poesía y vida a partir de una lectura de Lugares que amar, de Goya Gutiérrez, In-Verso, Barcelona, 2022)
La poesía es una trampa de la inteligencia, uno más de los intentos del hombre por explicarse el mundo del que forma parte, un mundo carente de un sentido claro, de una justificación de más enjundia que la propia casualidad. Filósofos, teólogos, músicos y poetas señalan cuatro sendas de discernimiento que conducen con claridad a lugares distintos de los que se parte. Percibir es conocer, y percibir sin prejuicios es no sólo conocer sino ser conocido por aquello que en nuestra idea del mundo tiene el valor de lo trascendente, lo que transforma.
Puede ser que sólo en lo casual hallemos el sentido último de la existencia; lo casual, relacionado con un mientras tanto que aporta la variable temporal. Hay muchas formas de reflexionar conscientemente sobre el mundo y la vida, y sobre la vida en este mundo de nuestra contemporaneidad ineludible. Quizás la poesía sea el único de los métodos de conocimiento que utiliza el sentido inverso en tanto no es elegido por el hombre sino que es el hombre (homo sapiens), quien es elegido por la manifestación poética como expresión del desconcierto.
En la amplia obra previa de Goya Gutiérrez siempre he advertido un considerable componente de pudor, de cuidado a la hora de transformar en exterior lo interior, un cierto parapeto críptico que obligaba a aventurar teorías particulares desde la mirada del lector que desea adentrarse en una escritura determinada, una reserva que, sin embargo, se atempera en Lugares que amar donde, al escribir por experiencia interpuesta, como teórico homenaje a determinadas obras artísticas, la autora se permite reflexionar sintiendo su interior a resguardo de sus propias palabras.
Al haber buscado la apoyatura de resortes ajenos al yo para desencadenar la reflexión poética, aparece como un factor novedoso el que en este Lugares que amar el discurso sea generalmente externo. Y además, en ambas, pero sobre todo en la primera de las dos secciones, La hermosa veta, el ejercicio es marcadamente descriptivo, distanciado del yo poético cuidadosamente celado con anterioridad; no hay parajes dudosos, aristas que, como en otras ocasiones, tallen en ángulo la escritura y obliguen al lector a un quiebro para evitar el ser despeñados desde la palabra. La escritura versicular somete en este caso la lectura a un ritmo previsible en el que se utiliza más la potestad deductiva que la intuitiva del lector. No obstante, ese componente singular de Goya Gutiérrez aquí se reconoce en la elección de los temas, los autores, las citas: ese sustrato metafísico que identifica a los catorce motivos elegidos como desencadenante, donde los directores cinematográficos celebrados: Bergman, Mayfair, Scott, Pasolini, Wenders y Tarkovsky, coinciden en la esencialidad trascendente que supera lo anecdótico; y lo mismo ocurre con los demás escritores, artistas plásticos o fotógrafos tomados como punto de partida de los poemas. La minuciosidad con que el desarrollo de los textos se atiene a las obras intervenidas, denota una toma de postura clara de la autora ante las realidades descritas: la osadía, la sumisión, el compromiso, el amor, la solidaridad, la renuncia, la belleza, la ambición, la piedad, el paso del tiempo… y, junto a ellos, la muerte como elemento común, rada en que se contienen los poemas, que unifican así el sentido último de los textos. Entiendo que la imagen de la veta que aparece en la cita de Bachmann que encabeza esta primera sección, se ajusta con coherencia al concepto de poesía desarrollado en la obra de Goya Gutiérrez, quien ya en sí misma es poéticamente una veta particular y definida dentro de la poesía en que se inscribe. El desarrollo de su poesía se ha producido siempre como una singularidad acertada dentro de un entorno complejo, en el que ha sabido constituir su propia voz desde el respeto a su identidad poética, en un contexto bien surtido de voces femeninas potentes, marcadamente dotadas para el liderazgo. La asunción de cierta militancia en la poesía escrita por mujeres en los últimos años ha favorecido el que por parte de las poetas más reconocidas se ejerciera un cierto caudillaje a cuyo magisterio se han sumado muchas poetas que han considerado que había que consolidar una voz potente frente a la masculinidad (concepto, este del enfrentamiento, que poéticamente me es ajeno). Las particularidades que se dan en la poesía escrita por mujeres proceden, fundamentalmente -en cuando a lo que a mí como lector me motiva- de sus individualidades más que desde la conciencia de género. Así, me sorprende en personas combativas y animosas este contradictorio sentido de la lucha por el arraigo del gueto, cualquier gueto. Más que calificarlo, algunos adjetivos añadidos descalifican el término poesía. Aun cuando venga acuñado por poetas válidas y valientes, el marchamo “femenino” rebaja el interés y el alcance de lo propuesto, más allá de un público específico, militante, que desiste de la eliminación de etiquetas como vía fundamental para obtener el justo reconocimiento, y en el que prima el adjetivo sobre el sustantivo. La consideración de la poesía tampoco creo que sea una cuestión de cantidad, y en la actualidad ninguna mujer es postergada poéticamente por el hecho de serlo. Antes al contrario, en este movimiento pendular de la historia, ser mujer es característica valorada, en ocasiones, por encima de la calidad objetiva de los textos, y si a la circunstancia del género se suma la de escribir en España en lengua distinta al castellano, las posibilidades de reconocimiento y difusión crecen considerablemente. No hay más que ver los nombres que aparecen en los últimos tres años galardonados con el Premio Nacional de Poesía para advertir tan curiosa casualidad. Y lo mismo ocurre con otros reconocimientos en cierto modo institucionales, donde el género prima sobre otras consideraciones. En fin: temas para la inútil controversia.
Volviendo al libro, y a los condicionantes de lectura que acompañan al momento en que ha aparecido, me parece que claramente se inscribe en una corriente post-pandémica, quizás inevitable, de reescritura del mundo mediante una cierta reordenación de los materiales con los que edificar un nuevo ámbito habitable, una refundación del planeta/cosmos/universo.
En La hermosa veta se advierte una cierta recapitulación elegíaca de un paisaje que ya no existe, al menos, en la misma dimensión en que fue concebido. Nuestro acusado antropocentrismo nos lleva a considerar lo referente a la pandemia del 2020 como una cicatriz en el centro de nuestra existencia. Tras ella nada es igual a nivel de sociedad, de evolución, de naturaleza humana. Como pretendidos, ignorantes, dueños (no administradores) del planeta, nos sentimos sorprendidos al ser expulsados del paraíso ficticio que nos habían ido construyendo las clases dominantes como inalterable, igual que sucedió a la sociedad estadounidense tras el atentado contra el World Trade Center de Nueva York en 2001. Un paraíso, falso paradigma de felicidad, que nosotros, clases inferiores (hormiguitas madrugadoras), hemos asumido con plena alegría, porque no pensar siempre es más fácil que hacerlo, y en este discurrir por el surco hallamos la comodidad de nuestra doméstica (platoniana) caverna, falsamente imbuidos de la idea de que continuar en el seguimiento de los protocolos estipulados nos garantiza la cercanía de esa felicidad (?) prometida.
Tras la pandemia, yo leo La hermosa veta como evocación de una realidad ya inexistente, ese pasado que sólo puede ser recuperado en la contemplación de las obras que motivan los poemas, pero desde una perspectiva alejada de la pureza de su consideración antes de esta brecha que en nuestro concepto de vida han producido los acontecimientos de los dos últimos años. La obra contemplada es la misma, pero no lo es la mirada con la que venimos a recuperarla. Así estos catorce poemas adquieren para mí la consideración de descripción de un escenario pretérito, la fijación para generaciones
venideras (pongamos una pizca de optimismo para pensar en ellas) de algo que para la poeta fue importante en su vida, y constitutivo de su propia personalidad. Somos aquello que hemos amado, y es loable el gesto de intentar transmitir lo mínimamente objetivo de unas obras determinadas (no las obras en sí, es obvio, que están ahí al alcance de cualquiera), sino del aire que existe ante esas obras, o en torno a ellas: la atmósfera que aporta nuestra subjetividad, en este caso, la de la poeta.
El mérito que tienen estos poemas es, junto al de los temas elegidos, su fluidez, la naturalidad con que están tratados. Hay una intención de acta testimonial en la descripción pormenorizada de la emotividad que subyace a los argumentos, las imágenes, las evocaciones, sin pretender alterar su contenido. La poeta se erige en voz de lo esencial, en custodia de unos valores merecedores de ser conservados y transmitidos, como si esta primera parte del libro fuera una escogida arca de Noé, lo que la poeta se llevaría a un continente lejano en cuyo litoral constituir su personal falansterio, un a partir de qué seguir viviendo.
Llegamos así a la segunda parte del libro, que específicamente se titula, como el conjunto, Lugares que amar, que se me antoja una reescritura de los capítulos iniciales del Génesis, una nueva consideración del planeta a partir de los detalles que caracterizan a cada especie que, a modo de inventario, se van enumerando con meticulosidad de letanía o mantra, y, sobre todos ellos, la luz que limpia, bendice y restituye: una nueva oportunidad, ya irrecuperable la idea de paraíso. La luz sobre los reinos mineral, vegetal y animal, primera mujer y primer hombre, “escenario primigenio del símbolo”. La palabra, el cielo, el agua, la nieve que purifica la ciudad, restituyéndole una renovada inocencia posible. Los poemas se suceden con la solemnidad de si se desplegaran las hojas de un libro sagrado. El lector participa de una realidad inexistente, pero posible; es más, deseable, merecedora de que se luche por ella. La evocación de Garcilaso nos regala un déjà vu de memoria recuperada, como de semilla que preservó en su interior el germen de la restauración de la esperanza. Aparece equilibrada la descripción de un ambiente sensorial poblado de elementos inmensos y diminutos que conviven en una armonía necesaria donde ninguno es prescindible: el Todo y la Nada, Andrómeda y las dafnias, árboles de piedra, jilgueros, amapolas. Un mundo por crear se despliega en poemas sin título, a veces en tríadas articuladas desde la nostalgia de la Arcadia perdida de la que sólo se evoca el aroma de cuanto es de imposible reposición.
La sensibilidad de un tiempo frágil decanta la parte final del libro a la evocación de figuras y edades de absoluto valor en el imaginario universal: la madre, la infancia, la feminidad vulnerada, la pérdida precoz, el dolor que no redime, el héroe, el retorno del pájaro… A veces, los poemas, siempre sin título, se datan, como intentando fijar un momento en el que la memoria del lector, cómplice, se sume a la de la poeta y a la del hecho descrito o evocado.
El último poema del libro, conformado por tres estrofas que se inician, cada una, con el infinitivo “agradecer”, es un ensalmo, una oración de gratitud a la sorpresa de haber cruzado con fortuna el puente. También hay en él un cierto componente de deseo de que por fin haya cesado ese ruido de fondo de tantos infortunios recientes. La poeta sabe que no está, ni nadie, exenta de la prolongación del desconcierto, ni cuánto durará esta posguerra de nuestro propio espíritu, esta reconstrucción de una normalidad que en realidad nunca había existido. Seguimos siendo frágiles, pero seguimos siendo. Y, como ella, intentamos intuir el camino que esa mínima estela de futuro nos parece indicar.
Lugares que amar es también, entonces, una primera piedra, un primer paso: el inicio de algo, quizás de un nuevo ciclo, para ella y para todos en el que, sin duda, nos seguiremos encontrando.
FEDERICO GALLEGO RIPOLL, fundamentalmente poeta, pero también dibujante (como vertiente gráfica de su lenguaje poético), nació en Manzanares en 1953. En Madrid cursó estudios de Turismo y en Barcelona de Teología. En Manzanares promovió y dirigió la hoja literaria La Tarara dentro del grupo Lazarillo TCE, en Madrid colaboró con María Antonia Ortega en la creación de la utopía poética Empresa de Mudanzas, y en Barcelona, donde residió desde 1978 a 1995, fue miembro fundador del Aula de Poesía de Barcelona, integrándose también en el grupo de poetas que editaron los Cuadernos de Poesía Bauma entre 1993 y 1996. Ha sido antologizado por Valentín Arteaga, José Mª González Ortega, Antonio Rodríguez Jiménez, Miguel Casado, Manuel Rico, Nieves Fernández y José Luis Morales. Además de con un accésit del premio Adonáis, su poesía ha sido reconocida, entre otros, con los premios: Castilla-La Mancha, Barcarola, Feria del Libro de Madrid, Jaén, San Juan de la Cruz, Ciudad de Irún, Emilio Alarcos, Ciudad de Badajoz y Villa del Libro. Su obra publicada se compone de 21 libros de poesía publicada entre los que destacan Escrito en no (19869, La sal (2001), Quién la realidad (2002), Los poetas invisibles (y otros poemas) (2007), Quien dice sombra (2017), Las Travesías (2020), Jardín Botánico (2021) y La lentitud de la deriva (2022).