Miguel Ángel Hernández Saavedra: Sobre El ruiseñor y los tontos

Foto: Sara Castelar Lorca (Karima Editora)

SOBRE EL RUISEÑOR Y LOS TONTOS, DE MARIO MIGUEL HERNÁNDEZ SORIA

Miguel Ángel Hernández Saavedra

 

No es porque Heidegger lo dijera, pero la filosofía precoz de un hombre adulto solo se aprecia después, en relación con su pensamiento maduro. Sucede que el contexto de descubrimiento, por utilizar la expresión de Hans Reichenbach, adquiere importancia de acuerdo con el contexto de justificación, cuando la teoría –en este caso, la obra– le concede a la biografía la relevancia que la propia obra oculta por mor del interés que suscita. La obra vale en sí misma, se ha independizado de su autor. Cuando estamos ante una obra primera –una ópera prima– y, además, esta obra es el producto de un espíritu tan joven, veintiún años cuando fue escrita, el contexto de justificación se confunde con el descubrimiento. No obstante, el autor se vela a sí mismo.

En la solapa del libro, se nos informa simplemente de que “Nació en Madrid, en 2001. Estudió Filosofía durante dos años. Renunció por incompatibilidad de caracteres. Hubo una transición. Escribió”. El autor se llama Mario Miguel Hernández Soria. Su obra se titula, rememorando unos versos de William Carlos Williams, El ruiseñor y los tontos (Karima Editora, Valencia, 2023). Pero su obra ya no es suya. Como si se tratara de un niño que dejó de serlo mucho tiempo antes de que el hombre se diera cuenta, se ha emancipado del padre. Mas no lo mata simbólicamente; esas muertes siempre tienen algo de histriónicas, absurdas por exceso. En la novela, el padre –figura ausente y venerada– ya está muerto.

Si algo debe evitar un comentarista, es reventar el objeto de su comentario sacándole las tripas. ¿Hay algo más obsceno que esa labor de resumidores, asesinos de novelas y cualesquiera otras singularidades que se cruzan en su camino? El resumidor es al comentario, al verdadero comentario (no presumo de que este lo sea), lo que una explicación a una revelación, lo que el maltrato escolar a un poema. Todos hemos tenidos profesores de esos. Nos quitaron las ganas de leer aquel libro maravilloso –con suerte, después lo supimos– del que nos tuvimos que examinar, soltando de memoria quince líneas estúpidas. Pero algo hay que decir…

La novela tiene dos partes que discurren en dos lugares perfectamente localizados, descritos con la pericia de un topógrafo del tiempo. La primera parte transcurre en el Zapillo, antiguo barrio de pescadores que es hoy la playa de la ciudad de Almería, separada del mar por un paseo extenso que, en las noches de verano, se llena de familias y andaluces solitarios, lo cual es casi un oxímoron. La segunda parte transcurre en el madrileño y suburbial barrio de Usera. Entre medias, hay un desierto real (el desierto de Tabernas), pero también figurado (el erial de una vida apaleada), en el que toma cuerpo uno de los capítulos más poéticos de este libro insólito.

Al protagonista principal de la novela lo acompaña un tal Mauro, del que nada debemos decir. Otros personajes –Lucía, Elvis, Zelaya, el tío Tom y la escocesa, Alioune y Dios, Carla, la vieja madre y la vieja hija, Bernardo, la checa, los mudos (“¡Ouuaaoo… Uauaua!”), Tomasín el mago, Tomasín el torero, Tomasín el bailarín, las tías cuerváceas, la pobre señora de la escalera, la octogenaria sicalíptica que acecha en el rellano, la china, el latino que se interpone entre la realidad y sus fantasmas, el pulpo y la mala puta (el pasaje glorioso de una pesadilla)– van y vienen, y algunos desaparecen y otros reaparecen al final. Un final que solo debe leerse al final, de hecho, cuando lo escrito casi leído está: ¡triste de aquel que no sepa empezar por el principio!

Otros personajes parecen cosidos al protagonista, grapados por dentro. Son acaso los remiendos de una vida que es siempre, o también, un descosido en busca del retal que permita ocultar la herida. La madre… ¡Qué escena la del hospital! Quien no llore parecerá un insensible. El padre… Figura ausente con la que el innominado protagonista –el narrador de la novela– juega a una especie de intertextualidad profunda, y así crea el mundo desde la recreación de la ausencia. Tan profunda que solo cabe apreciarla, en la superficie, en forma de recuerdos compartidos sobre anaqueles vacíos. La vida se llena de libros, y los libros se caen de las estanterías. Mucho más no debe decirse para no cometer un delito de lesa literatura. Como sucede con la gran poesía que no poetiza sobre sí misma, estas cosas no se anuncian ni se explican: se ejecutan, se realizan, se narran, se des-narran (válgame Dios) y se leen entre líneas.

Hay que advertir, sin embargo, que este libro –un ejercicio de suprema libertad creativa y extraordinaria precisión– no se anda con remilgos. Podría ser susceptible de varias condenas dictadas por los tribunales de eso que hoy, con los eufemismos pomposos de la época, se llama “cultura de la cancelación”. Esos jueces –¡y juezas!– no habrán entendido nada, sintiéndose aludidos por todo. En primer lugar, no comprenderán la diferencia entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación, sin la cual no hay literatura (libertad) posible. En segundo lugar, obviarán la tensión entre el sujeto de la enunciación y el propio escritor, sin la cual no hay escritura (fatalidad) posible. En tercer lugar, no percibirán la distancia entre el escritor y el hombre, aunque muy joven, que escribió después de una renuncia “por incompatibilidad de caracteres”. En definitiva, no habrán comprendido que la vida es siempre mucho más de lo que ellos prescriben que es –juezas y jueces– a tenor, probablemente, del aburrimiento reglamentado de la suya.

La identidad, los géneros, las patrias, el trabajo, la familia, la lógica perversa de una humanidad que se ahoga (y se salva) dentro de una patera… Todos estos temas, grandes temas de un tiempo que se va quedando sin horas, atraviesan la novela sin convertirla en lo peor que puede pasarle a una narración: convertirse en una novela filosófica o en el producto más o menos apañado de una mentirijilla grandilocuente que puede ganarse, no obstante, la bendición de un público ávido de complacientes tonterías. Parafraseando el cartel de la Academia de Platón: ¡que no entre aquí quien confunda la aritmética elemental –a menudo tan burda– de lo políticamente correcto con las geometrías complejas de la vida! Absténganse, pues, los tontos sin conocimiento de causa.

Puede que, con el paso del tiempo, si el tiempo es un poquito justo y la vida no se anquilosa en esas formas deformes de las ordenanzas groseras, El ruiseñor y los tontos sea considerada, conforme a los tópicos, una novela sucia, realista. Sería una pena que en nada afectará a la esencia de una novela plagada de virtudes, tantas como vicios manifiesta para mayor escándalo de las anteojeras cívicas y cínicas de un mundo que ni sueña ni se despierta. Podría ser calificada, con mayor tino, de surrealismo sucio o de realismo lírico o de poética turbia o de poesía prosaica, o de novela escatológica en los dos sentidos del término, donde el cielo está podrido y la tierra nos salva, en una inversión precisa. ¿Nos seguimos empeñando en escolarizar lo inclasificable? Dijo John Ashbery que si está escrito en prosa, lo que fuere que está escrito, es más probable que sea poesía. Empero, el libro incluye algunos versos estremecedores. Quizá en ellos esté la auténtica prosa de esta ópera prima.

No es porque lo dijera Roberto Bolaño, pero la diferencia entre el poeta joven –muy joven– y el poeta viejo –aunque empiece a serlo– no es para tomarla a broma. A distancia de la filosofía, a la que el joven autor renunció para escribir –o bien fue la escritura el efecto impremeditado de esa renuncia–, la poesía, también sucede con las matemáticas, ofrece a la intuición precoz lo que el concepto solo depara a los cerebros y a los corazones curtidos en mil engaños y desengaños. Sin embargo, en esta novela hay también mucho de eso, como si hubiera sido escrita por un viejo que, rodeado de sombras, se deshace del niño que lo acompaña. Pues es posible –a la obra me remito– que la vida se salte de repente sus plazos y le permita al autor –y al lector, de su mano– cobrar una conciencia intempestiva, impropia de su edad y de cualquier otra. Tratándose de literatura, a esa conciencia la acompaña siempre una inconsciencia mayor que la protege y la alienta, la sacude y la expone al riesgo de sí misma.

El ruiseñor y los tontos es el resultado perfectamente imperfecto, siempre inacabado, de ese origen que se muerde la cola. Al genio del escritor solo cabe decirle: “más, por favor; si te vienes abajo, escribe; si te vienes arriba, escribe; si ni te vas ni te vienes, escribe”. Desde la libertad, desde la ira, desde el amor, en el nombre del niño y de la muerte del niño, bajo cualquier elevación o sobre el espigón donde las parejas follan como si hicieran el amor. Desde el desierto donde los cuervos reciben su merecido, entre la melancolía y una sutil modalidad de esperanza, triste y risueña. El niño ha muerto, ¡viva el ruiseñor! ¿O es al revés? Guardemos un minuto de desierto, ¡cantemos!, por respeto al fantasma.

 

En el ocaso de mis días en el desierto, veo formas espectrales que me hacen llorar. Hombres melancólicos me ven dormir a las tantas de la madrugada. Pero hay una razón de ser que yo no comprendo. No puedo preguntar por respeto al espectro. Cuando sale el sol, estas miradas descaradas se apartan. Entonces salgo al porche y veo serpientes doradas y rojas masticar las patas del cuervo, que se amorata.

 

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Miguel Ángel Hernández Saavedra (MAHS) nació en Madrid, en 1969. Además de numerosas publicaciones en revistas y volúmenes colectivos, es autor de los siguientes libros: Ortega y Gasset, la obligación de seguir pensando (Dykinson, Madrid, 2004), El misterio sinfónico de la nieve (Shangrila, Valencia, 2020), Pequeñas teorías. Miniaturas (a)filosóficas sobre alma, mundo y Dios (Shangrila, Valencia, 2021) y La endemoniada y otros relatos (Shangrila, Valencia, 2023).

 

Mario Miguel Hernández Soria nació en Madrid, en 2001. A lo largo de su pequeña vida, ha cultivado grandes obsesiones sobre el terreno propicio de un campo en ruinas. El ruiseñor y los tontos es su primera novela: http://karimaeditora.com/product/el-ruisenor-y-los-tontos/

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